Le gustaba la sensación de caminar con Federico de la mano, aunque él al principio un poco renegaba. Como cualquiera pibe de veintitantos años que prefiere escaparse de sus sentimientos antes de hacerle frente a sus miedos. Sabrina evacuó rápido las boludeces del veinteañero, era difícil no enamorarse de Sabrina. Tenía algo en el espíritu que amainaba el caos.
Se envolvieron rápidamente en esa vorágine que llevan los amantes nuevos, las ganas de respirarse todo el rato, de lamerse, de mirarse por horas. El edén se parecía mucho a su cama.
A los pocos meses la ceguera del brutal hechizo de enamoramiento que los envolvía los llevo a compartir techo. Otros pocos meses mas y ya estában compartiendo rutinas. Otros pocos meses mas y ya estaban refunfuñando por el aire que respiraba el otro. El reloj, la convivencia y/o la juventud les pasó por arriba como una aplanadora en calle de tierra, pesada y torpe, dejando restos de tierra en los bordes, creando una montañita que no deja pasar el agua.
Una tarde de julio Sabrina llego cansada del laburo, se sentó en la misma cama que meses atrás era el edén y no pudo aguantar el llanto que hacia semanas venía conteniendo en su garganta. Aguantándolo, hasta estar sola, hasta estar harta. En un atisbo de sensatez juntó todas sus cosas en un bolso viejo y feo, que había ganado en una corre caminata de la escuela de su hermana y huyo lo mas lejos que sus lágrimas la dejaron ver.
Federico llegó en la madrugada, había salido a emborracharse el alma con amigos. Ni bien puso un pie dentro del apartamento de dos ambientes lo envolvió el vacío. Corrió al cuarto borracho. Se desplomó y lloró como un niño, un niño borracho y vomitado. Con el corazón en el piso, y un amor que arañaba despacio el umbral del olvido.
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