Sirvió su cafe en la taza y se sentó en la mesa, esa que está frente a la ventana de la cocina. Se quedó mirando ese que se yo que conoce la gente que entiende de mañanas y desayunos. La despertó del trance un pensamiento viejo: ¿dónde habían quedado ocultas sus ganas de comerse el mundo?
Valentina tenia treinta y seis años al momento, una psiquis arruinada y un corazón sellado por los diluvios. Desde hacia ocho años había abandonado su idea de viajar por el mundo desquiciadamente, sin entender de hogares ni mañanas frente a la ventana de la cocina tomando cafe sola. Sin entender que a pimpollo (su gata) le era de total vitalidad encontrar su tazón de comida al lado del cuadro que estaba colgado en la cocina, ese que había pintado la bis abuela de la Valentina en sus últimos años y que la acompañaba desde su independencia materna. Valentina no entendía en que momento de la vida había cambiado la mochila de viaje por el café en soledad de la mañana. En algún punto no le molestaba, pues se había hecho entrañable amiga de su rutina y su gata. Mas un deseo profundo cual puñal, merodeaba todavía, incluso en su nueva cocina de su apartamento de soltera. Era de esos deseos que son sueños, sueños rotos, que al correr los años, van tomando forma de fantasmas.
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